Varnard

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Su nombre en sociedad era sir Manfred Ashbury,pero yo sabía que la verdad era otra. Mi olfato me decía que allí había un misterio, un enigma que un hombre sagaz debía resolver, y por nada del mundo estaba dispuesto a huir del mal en lugar de afrontarlo, no estaba en mi cáracter.

Resumiré mi historia con la mayor brevedad:soy investigador, aunque en sociedad se me conoce como el joven lord Dryte, heredero de una fortuna y uno de los solteros más codiciados por las jóvenes, molestia aparte. Yo y mi maravillosa hermana Ellen habíamos sido desde siempre aficionados a los grandes misterios, la intriga y el crimen, y es por ello que decidimos formar un dúo, pues en nuestra enorme casa de Fleetwick Street poco había que hacer.

Pero hasta entonces, hasta la aparición del extraño sir Manfred Ashbury, no habíamos tenido en nuestras manos un caso digno de nuestra inteligencia. Sir Manfred, según mis indagaciones, llegó a Londres la noche del 10 de octubre de 1843, y se instaló en la ostentosa villa de Sir Winfrid Manor.

Lo conocí en el baile que ofreció sir Winfrid, amigo de mi padre,y admitiré que quedé ciertamente impresionado. Sir Manfred era asombrosamente joven para su título, apenas parecía salido de la pubertad, pero su forma de comportarse no cuadraba con su supuesta edad, su cultura era vasta, ingente.
En su forma de mirarme hubo algo horrible, como si los ojos le sonrieran cuando los finos labios no lo hacían.

Era alto, muy alto; y de cuerpo esbelto pero fuerte a un tiempo. Vestía con elegancia, sin empalago, y su figura llamaba la atención sobre el resto de caballeros como un dios entre mortales.

Tenía el pelo oscuro como ala de cuervo, sedoso y algo largo, siguiendo una moda que aun no estaba bien vista en la capital, y la piel clara y tersa.
Los ojos eran negrísimos, como ónice, y le brillaban de continuo, aún cuando la luz no recaía sobre ellos; en el tiempo que estuvo allí, jamás vi a Sir Manfred pestañear, ni una sola vez. Fue sir Winfrid quien nos presentó. - Querido Alan, te presento a mi invitado y amigo, sir Manfred Ashbury.
Sir Manfred, tiene aquí a mi excelente ahijado, un joven de porvenir, lord Alan Dryte. Sir Ashbury me sonrió, y algo frío me sacudió,algo innombrable.

- Me alegra conocerle, lord Dryte.-su voz no era más que un susurro burlón.
Repuse cortésmente lo mismo, pero tenía la sensación opresiva de que aquel ser se reía de mí. - Sir Manfred nació en Suiza, pero es inglés por origen -me informó sir Winfrid-.
Posee una excelente fortuna y es un hombre cultivado y noble- ¿Sonrió entonces sir Ashbury, de refilón y burlonamente? Ésa fue mi impresión. Estudié a sir Ashbury con detalle.

Era refinado, elegante y sarcástico, hechizaba a las damas y fascinaba a los caballeros. Durante la fiesta mi inquietud aumentó de tal modo que hube de alegar una indisposición para marcharme.

Me encontraba en el vestíbulo, a punto de salir, cuando tropezé con alguien y mi medallón favorito se me desprendió del cuello.

Era ni más ni menos que el extraño sir Manfred, quien se disculpó presuroso y se inclinó para recoger mi medallón. Antes de que yo pudiese reaccionar, lo abrió. - Oh! -exclamó con un chillido de deleite y los ojos le brillaron como cuentas- ¿Por todos los dioses, quién es ésta hermosa dama? - Mi hermana, gracias -repuse con hosquedad y se lo arrebaté de malos modos- Ahora, si no le molesta, he de volver a casa.

Sir Manfred rió suavemente, de un modo que me erizó los cabellos. - Es usted poco amable, lord Dryte-De súbito se inclinó, tan inesperado gesto me tomó de sorpresa. Sentí el aliento fresco en la barbilla y el cuello y se me paralizaron los músculos. No podía moverme. - ¿Manfred?- La voz de sir Winfrid me despertó del oscuro letargo. Sir Manfred se apartó veloz como el rayo y por un instante una mueca de ira deformó sus bellas facciones. - ¿Cómo, Alan, todavía, estás aquí? -No pude responder. Me precipité a la noche, tembloroso y cogí mi carruaje. Tan pronto llegué a casa referí todo a Ellen,excepto el oscuro hechizo de sir Manfred ante su imagen en el medallón. Mi querida hermana lo sopesó todo, y acariciándome para calmarme, dijo con serenidad: - Mi querido Alan, esto es lo que haremos. Enviaremos a Lewis a seguir a ese hombre cuando salga de casa de sir Winfrid y obraremos en consecuencia. Lewis era nuestro mayordomo y avezado ayudante, leal pero algo metepatas. No le extrañó nuestra petición y corrió a seguir a sir Manfred con toda naturalidad.

Lo que nos refirió a su regreso era sumamente extraño. - Sir Manfred salió del baile a las once en punto, en carruaje. Con él iba la joven hija de lady Blackhorse, charlaban y reían. Por algún motivo,se dirigieron a la iglesia de St. Mary y entraron. Yo los seguí y lo que vi, jóvenes señores, no pudo ser más curioso -la voz de Lewis temblaba en este punto-. El santuario estaba vacío, con la excepción de un hombre corpulento, al que sir Manfred llamó Drett y que lo llamó amo.

Lady Charlotte estaba inconsciente, tendida en los brazos de sir Manfred, sólo Dios sabe que le ocurría, y sir Manfred ordenó a Drett que la llevase a casa. Pensé que se refería a devolver a la joven con su madre, pero entonces Drett levantó unas losas del pavimento de piedra, cogió en brazos a lady Charlotte y los tres desaparecieron. Lo siento, señoritos, me asusté tanto que salí huyendo -Ellen calmó al aterrado Lewis y lo mandó a la cama. Mi hermana y yo nos miramos fijamente, leyéndonos el pensamiento. Al día siguiente, los periódicos se hicieron eco de la desaparición de lady Blackhorse. Me reuní con Ellen: - Debemos hacer algo, Alan -me dijo con preocupación- Lewis nos dijo dónde está su morada, ¿no es así? Pues entonces, sugiero que vayamos allí esta noche. Si no está allí averigüaremos qué hizo con la pobre lady Blackhorse -Entonces recordé la mirada de loco de él al ver a mi hermana, y el terror hizo presa en mí.

Me costó convencerla, pero logré que creyera que yo sólo iría a echar un vistazo y que no la dejaría fuera del misterio.Aquella noche preferí ir a pie,quizá por temor a que Lewis se percatase de mis sudores fríos.Sin embargo,a medio camino, tuve un presagio terrible, un miembro helado surgido del ambiente nebuloso, como si una sombra hubiera pasado por mi lado a velocidad inhumana, y di media vuelta. Al llegar a casa todo sugería normalidad.

Entré y mis pies tropezaron con un fardo en el vestíbulo. Al bajar la mirada descubrí al fiel Lewis en un charco de sangre reciente, encogido y con ojos fijos, vidriosos de terror, un terror sin nombre.

Le habían sacado el corazón, a juzgar por el agujero supurante en el lado izquierdo del pecho. Recuerdo que di un grito hondo, un alarido mezcla de espanto y confusión y me precipité escaleras arriba y penetré en la habitación de Ellen como un loco. El ventanal estaba abierto, el cortinaje azotaba contra el viento y los signos de lucha evidenciaban que Ellen no se había marchado por voluntad propia. Primero visité la casa de sir Winfrid y me comunicaron que su huésped, sir Manfred, había salido. Del trayecto hasta St. Mary sólo recuerdo mi agitación.

La iglesia aun estaba iluminada porque había habido misa y a solas, excepto... afortunadamente divisé la escurridiza figura antes de que ella se fijara en mí. Eché a correr entre los bancos y aferré a aquel hombre por el pescuezo, por lo que emitió un horrísono sonido, una espantosa cacofonía que atravesó el santuario.

Era un individuo corpulento, vestido como un marinero,con ojos de loco, enrojecidos y saltones. - ¿Eres Drett?- aullé, rabioso. - Síííí...- balbució, empezando a lloriquear como un niño. - ¿Dónde está tu amo?¿Dónde está sir Manfred? - ¡No puedo decirlo!- sollozó, moqueando sobre mi brazo asquerosamente- ¡El amo me matará, joven señor! ¡Una muerte horrible! - Ya sé cómo encontrarlo- me serené, respirando hondo-, Pero al menos díme por qué ha secuestrado a mi hermana. ¿Y quién es en realidad, sir Manfred Ashbury?- Sus ojos relucieron de reverente temor. - Su verdadero nombre es Varnard y viene de Suiza. Yo le serví cuando vivíamos en Ginebra, era su mayordomo. ¡Pero ahora ha vuelto, no puedo librarme de él! ¡Es algo peor que la muerte! ¡Es mi amo y he de servirle! - Drett se alejó hacia el altar, lloriqueando; era obvio que había enloquecido. Eché a correr hacia el lado oeste de la capilla, donde Lewis había dicho que se encontraba la guarida de sir Manfred, o mejor dicho, Varnard.

Dos de las suelas parecían estar ligeramente sueltas, por lo que hice acopio de fuerzas y las descorrí. La catacumba comenzaba con una serie de escaleras de apariencia milenaria que se perdían entre sombras. Aquello daba la impresión de haber sido una catacumba romana. Tomé una vela y vacilé antes de descender. Escuché los delirios de Drett al otro lado de la iglesia y me decidí a ello al recordar a Ellen. La luz apenas despejaba un estrecho corredor que tanteé con paso inseguro.

Poco a poco fui alejándome de las escaleras, mi única salvación. Hacia la mitad del trayecto el tunel se iluminó, consecuencia de una proyección lumínica procedente sólo Dios sabía de dónde. Entonces la escuché, sonora y profunda, restallando en mi cabeza:-Así que estás aquí, Alan Dryte. Ven,acércate a mí. - No lo pensé dos veces. Apagué la vela y eché a correr siguiendo la voz de Varnard, gritando el nombre de Ellen una y otra vez. Llegué a una cámara tan iluminada que mis ojos hubieron de adaptarse a la diferencia.

Y entonces la vi, y mis labios pronunciaron un alarido de terror. Mi querida hermana yacía sobre un lecho de piedra, vestida sólo con una translúcida y etérea túnica blanca. Sus brazos se entrelazaban sobre el pecho, parecía dormir, pero su piel relucía de la lividez de los muertos..., o de algo similar a los muertos.

Y sobre ella, con el torso desnudo e inclinado sobre su garganta, estaba Vanard. Mi grito le hizo levantar la cabeza y me miró, y juro por Dios que su rostro era ahora el de un adolescente. Por la barbilla le goteaba un fino hilo de sangre. Entonces me sonrió, y sus ojos se posaron con un destello maníaco sobre mi cuello.

No lo pensé entonces, eché a correr como un cobarde, escapé de la caverna olvidando a Ellen, y no volví jamás y nadie nunca me convencerá para que retorne a Londres o a ese lugar, ni en mil milenios.

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