Vlad Tepes, el empalador. El mito de Drácula.

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Vlad Tepes III (1428/1476), príncipe valaco de ojos verdes hipnóticos, cabello oscuro ondulado y estatura imponente, fue conocido en vida por dos apodos. Se le llamó El Empalador, por su manía de atravesar con un palo –desde el coxis hasta la nuca–, a sus enemigos y a miles de víctimas que él consideró culpables de algún delito, incluidos mujeres, niños, nobles o plebeyos. Y también se le llamó Drácula, en rumano «hijo de Dracul». El origen etimológico de este término obedecería, según unos, a la palabra draco –dragón–, emblema de su blasón familiar, ya que su padre Vlad II pertenecía a la Orden del Dragón, fundada en el siglo XV para luchar contra el invasor turco.

 Pero dado que drac en rumano significa «diablo», también podría ser «hijo del demonio», ya que su padre se ganó el sobrenombre de «diablo» por sus sibilinas maniobras políticas.

Digno hijo de su padre, el currículum de Drácula está plagado de estrategias arteras para hacerse con el poder. Y bien con el apoyo de sus enemigos los turcos, bien con el de los húngaros, consiguió reinar tres veces en Valaquia, un pequeño estado situado al sur de Rumanía e independiente hasta la invasión de los turcos. Fueron estos quienes consiguieron abatirle al fin en una emboscada a finales del mes de diciembre de 1476.

Pero, a pesar de las muchas atrocidades que cometió, durante su vida jamás se le asoció al mito del vampiro. Ese dudoso honor se lo debe al escritor irlandés Bram Stoker, quien le convirtió en protagonista de su novela Drácula.
Y es aquí donde empieza la leyenda. ¿Por qué le eligió Stoker para ser el vampiro por excelencia? ¿Fue sólo un capricho del literato? ¿O hubo algún dato fundamental que el escritor nos ocultó?

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Así nació Drácula, el vampiro

Varios factores pudieron unirse para hacer a Stoker tomar tal decisión.

Uno de ellos, la existencia de Elizabeth Bathóry, una pariente lejana de Vlad que vivió en el siglo XVII y recibió el apodo de «la condesa sangrienta». Bathóry se ganó semejante apelativo porque, según cuentan, acostumbraba a degollar muchachas vírgenes para bañarse en su sangre, en la creencia de que así prolongaría su vida y juventud eternamente.

Pero el elemento más obvio es que la novela de Stoker está ambientada en los Cárpatos de Transilvania, territorio en el que durante la Edad Media se propagó la leyenda sobre seres capaces de sobrevivir a la muerte a base de succionar la sangre de los vivos durante la noche. Y esa zona, el único personaje histórico con un perfil psicopático, brutal y maligno, que le convertía en un candidato natural al vampirismo era Vlad Tepes.

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Claro que Stoker también pudo inspirarse para tal asociación en El vampiro (1816), de Polidori, médico personal de Lord Byron, cuyo personaje Lord Rutheven, ya perfilaba el carácter y las facultades de vampiros literarios posteriores como Camilla (1872) de Sheridan Le Fanu.

 Todas estas obras se inspiraban a su vez en una antigua creencia del folclore griego –citada por Esquilo o Eurípides–, según la cual los espíritus de personas muertas de forma violenta o a edad muy temprana regresaban a este mundo para causar daño a los vivos. Estos seres recibieron el nombre en los medios rurales de vrykolakas, y los campesinos griegos exhumaban los cadáveres de los sospechosos y los quemaban para evitar sus apariciones fantasmales.

 Por lo tanto no es casual que siglos más tarde tanto Polidori, como Goethe, La novia de Corinto (1797), o Keats, Lamia (1819), situaran la acción de sus vampiros en Grecia.
Alrededor del siglo XII estos viejos fantasmas empezaron a tomar la forma concreta de seres que resucitaban para extraer sangre de los vivos.

En esa época se les llamaba con el término latino sanguisua, y la creencia en ellos se disparó con las epidemias de enfermedades desconocidas que asolaron Europa del Este entre los siglos XVI y XVIII. Los afectados palidecían, sufrían fiebres altísimas, languidecían entre espasmos incontrolables y morían sin remisión. No había señales de mordisco alguno. Pero la histeria colectiva atribuyó los innumerables decesos a la acción de los vampiros, un vocablo serbio que proviene del ruso upyr y que significa «absorber».

 La superstición popular completó al máximo la lista de remedios contra estos seres malignos: ristras de ajos alrededor del cuello, espadas en forma de cruz clavadas en las tumbas, estacas en el corazón y cabezas decapitadas. Quizá este último hecho también inspirara a Stoker, pues la cabeza de Vlad Tepes fue separada de su cuerpo por los turcos.

 Aunque en este caso no porque fuera un vampiro, sino simplemente para enviarla como trofeo al sultán Mehemed II de Estambul, para que fuera expuesta como escarmiento y advertencia según la costumbre de la época.
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¿Dónde están los restos?
¿Y el resto de su cuerpo? Según la versión oficial, fue enterrado sin cabeza en el monasterio de Snagov, situado en medio de un lago cercano a Bucarest, y a cuya fundación Vlad contribuyó generosamente en vida, por lo que su abad le escondió varias veces de los turcos.

 Durante el último siglo, los monjes aún mostraban a los visitantes la supuesta lápida funeraria de Drácula, cuya inscripción había sido borrada casi totalmente por orden del máximo jerarca de la Iglesia Cristiana ortodoxa, el patriarca Filaret, que consideró a Vlad un criminal. Dicha lápida estaba encastrada en el altar de la iglesia, y aún hoy se halla ante las puertas del iconostasio. Los monjes de Snagov aseguran que fue colocada allí para que fuera pisoteada por los asistentes a los oficios.

 De ese modo creían que el alma pecadora del difunto purgaría sus terribles culpas.
Lo cierto, y este es otro dato que pudo jugar un papel decisivo en la transformación literaria de Vlad Tepes en vampiro, es que según afirma el historiador Nicolae Serbanescu en su libro Historia del Monasterio Snagov, poco antes de que Stoker publicara su novela sobre el conde-vampiro, la tumba de Vlad fue profanada en 1875 y sus huesos fueron enterrados en otro lugar que todavía no ha sido descubierto.

 Quizá por este motivo, cuando los historiadores Nicolae Iorga y Dinu Rosetti, que realizaron excavaciones en la tumba de Vlad en 1933, encontraron sólo huesos de caballo y un anillo con las armas de Valaquia, que se supone pertenecieron al príncipe. Otras versiones aseguran que en 1933 se halló un cuerpo ricamente ataviado y sin cabeza.

 Pero si esto fuera cierto ¿dónde están ahora esos restos? Unas versiones dicen que siguen bajo el altar, pero a mayor profundidad que la excavada.

 Y otras, como la de Serbanescu, optan por creer que fueron trasladados a un lugar secreto. Y es esta última hipótesis la que Kostova aprovecha en su libro para plantearnos una solución original donde las haya.

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Basándose en antiguas canciones del folclore ruso, rumano y búlgaro, Kostova nos cuenta que los monjes del monasterio de Snagov veneraron las reliquias de Vlad Tepes como si de un santo se tratara. Primero tomaron su cuerpo degollado y lo enterraron junto al altar de la capilla. Y luego se desplazaron hasta Estambul con la misión de recuperar su cabeza.

 Esta tarea podría haber obedecido, según Kostova, a un compromiso que el abad del monasterio contrajo con Drácula mientras éste vivió, en pago a los generosos fondos que el príncipe había donado al monasterio.

La promesa del abad podría haber incluido, siempre según la ficción de Kostova, dar sepultura al cuerpo entero reuniendo sus restos en caso de haber sido dispersados en la batalla –tal y como ocurrió–, y velarle después según el dictado de un antiguo ritual dispuesto por el aristócrata, el cual le habría permitido, por arte de secretas magias, volver a la vida. ¿Consiguieron los monjes su objetivo? ¿Y en ese caso dónde habría sido enterrado el cuerpo posteriormente? Para averiguarlo el lector de La historiadora tendrá que sufrir más de un escalofrío.

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