La batalla de Ramree. La mayor matanza de humanos provocada por animales.
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Hoy es diecinueve de febrero de 1945 y probablemente, estas sean las
últimas palabras que escribo en este diario. Tras varios días
bombardeando las costas de la isla que mis compañeros y yo estamos
intentando defender, las tropas británicas junto a algunas brigadas
indias han conseguido desembarcar en la zona norte.
Hemos resistido más de lo que lo hubiesen hecho los soldados de
cualquier país y nuestra patria, Japón, nos recordará con orgullo por
siempre. Tras el desembarco, y con la cobertura aérea y naval que tenían
los británicos, todos los que quedábamos nos vimos obligados a
replegarnos hacia el interior de la isla. Las comunicaciones por radio
señalaban a nuestros mandos que nuestras brigadas de la zona sur todavía
estaban intactas y resistían el asedio y las órdenes fueron claras y
certeras; cruzar a cualquier precio los dieciséis kilómetros que nos
separaban de ellos y unirnos para la batalla final.
Al anochecer, alrededor de mil soldados nos adentremos en los
manglares poniéndonos a salvo de la artillería enemiga y de los disparos
que, como una maldita lluvia de plomo, caía sobre nosotros desde la
playa. A los pocos minutos, las explosiones y los disparos comenzaron a
sonar sordos y alejados y un extraño silencio, tan solo roto por los
jadeos extenuados de algunos compañeros, se adueño del oscuro y
pantanoso bosque.
En los meses que llevamos en esta isla nunca nos habíamos adentrado tanto en los manglares y los movimientos de una zona a otra siempre los habíamos hecho por las zonas secas de los laterales o por la costa. Todos éramos conscientes de los peligros de estos pantanos. Este bosque es el hogar de todo tipo de alimañas venenosas como serpientes, escorpiones y arañas de todo tipo y el peor de todos ellos, unas bestias que podían llegar a medir diez metros de largo y partirte en dos de una sola dentellada, los cocodrilos marinos.
Avanzar por este lugar es terriblemente costoso y los batallones que
entraron al bosque más o menos agrupados no han tardado mucho en
disgregarse en pequeños grupos. Doce compañeros y yo, caminamos a duras
penas en fila india, con el agua por la cintura y en la más total
oscuridad. Intermitentemente, el resplandor de algún proyectil disparado
desde los buques que están fondeados a algunas millas, ilumina
brevemente el cielo y nos permite guiarnos de un modo torpe y poco
seguro. A cada paso, los pies se nos clavan en el fondo lodoso del
pantanal y nos cuesta más esfuerzo avanzar.
Paralelamente a nuestro grupo, avanzan el resto. Algunos de ellos tienen pequeñas linternas con las que guiarse e intentamos no perder sus débiles destellos de vista como punto de orientación. De repente, a escasos metros de nosotros se escuchan unos terribles gritos y comienzan a sonar disparos. Entre la espesura de plantas y raíces altas podemos ver el resplandor rojizo de los fogonazos. Todos en el grupo nos quedamos paralizados y en silencio, preparando nuestros fusiles para el inminente ataque. ¿Cómo han podido rodearnos los ingleses tan rápido?… Los disparos cesan tras un par de minutos y en su lugar comienzan a llegarnos unos sonidos extraños desde el mismo lugar, unos sonidos como de enormes chapoteos en el agua mezclados con aterradores rugidos y cacofonías. De pronto, la misma escena se repite en otro grupo a unos treinta metros detrás de nosotros. Gritos histéricos rasgan el húmedo ambiente y el eco de los disparos a discreción rebotan por todo el bosque. Uno de mis compañeros se desploma de golpe sobre mí, el desconcierto es total y cuando me ayudan a levantarlo comprobamos que ha recibido un balazo en la frente.
Tenemos que alejarnos de allí lo más rápido posible si no queremos
acabar como él y recibir una bala pérdida de las que, sin todavía
entender porqué, están comenzando a llegar desde todas las zonas del
manglar. La locura se dispara en pocos minutos y los gritos y las
explosiones se escuchan ya por todos los lados. El terror en nuestro
grupo, casi de forma inconsciente, nos hace dirigirnos hacía el exterior
del manglar incumpliendo las órdenes que nos han dado. Un terrible
alarido destaca del resto gritando una palabra que llega con total
nitidez hasta nuestros oídos que nos hiela la sangre al instante…
¡COCODRILOS!
De repente comprendemos que los ingleses no tienen nada que ver en lo que está sucediendo en el interior del manglar y que la lucha encarnizada que se está librando allí dentro es mucho más terrible. La zona que cruzamos ahora es más profunda y el agua nos llega hasta el pecho, a nuestra derecha, unas enormes sombras se deslizan hacia el agua desde lo alto de unos matorrales y antes de que nos dé tiempo a reaccionar, los dos últimos integrantes del grupo son literalmente engullidos hacia el fondo fangoso. El pánico se apodera del resto y también nosotros comenzamos a descargar nuestra munición hacia las sombras que se mueve bajo el agua, a nuestro alrededor. A unos veinte metros a nuestra derecha vemos una zona de pantano más clara y alta que parece tierra seca, si conseguimos llegar hasta allí quizás podamos salir de esta.
De reojo veo que Hiro, mi mejor compañero y que camina justo detrás
de mí, está quitando el seguro a una granada y se dispone a lanzarla
hacia atrás, donde los gigantescos cocodrilos están acabando
sistemáticamente con los compañeros del grupo más rezagados. Cuando
tiene el brazo completamente estirado para lanzar la granada, unas
enormes mandíbulas emergen del fondo del lodazal y con un crujido
estremecedor le arrancan de cuajo el brazo a mi amigo.
Hiro ha quedado tan estupefacto que ni tan siquiera grita o se queja por el dolor, observo durante unos segundos su mirada perdida en las oscuras aguas mientras que un chorro de sangre brota desde el boquete que ha quedado a la altura su hombro. De repente, la granada que se ha tragado el cocodrilo junto con el brazo de Hiro hace explosión y tras el fogonazo y el estruendo apagado bajo las aguas, una lluvia de barro, sangre y vísceras de cocodrilo cae sobre todos nosotros. Agarrando a Hiro del único brazo que le queda y prácticamente a empellones conseguimos llegar hasta la zona seca. Tan solo quedamos cinco y si no conseguimos salir de allí, pronto seremos cuatro porque mi amigo se está desangrando a una velocidad aterradora.
Al fondo, entre lo poco que se filtra por la espesura de la vegetación, nos parece ver algo de claridad. Allí termina el manglar se sale a terreno abierto, a poca distancia de la playa oeste. Ahora que caminamos sobre terreno seco avanzamos más rápido y sin el temor de las bestias que nos acechan a nuestro paso desde las zonas húmedas de los laterales.
Por fin conseguimos fuera del bosque, ahora solo debemos de caminar bordeándolo hacia el sur hasta llegar hasta la zona donde están nuestros compañeros de la resistencia. Apenas hemos caminado un par de centenares de metros cuando desde la playa comienzan a dispararnos. Los silbidos de las balas pasan a escasos centímetros de nosotros y antes de que nos dé tiempo a reaccionar, dos de nosotros reciben los impactos.
Los británicos han rodeado el manglar y los francotiradores tienen
orden de disparar a todos los que intentemos salir de este infierno.
Volvemos de nuevo a introducirnos en la oscuridad del pantano, mientras arrastro literalmente a mi amigo, el tercer compañero dispara hacia la playa intentando cubrir nuestra retirada. Hiro y yo conseguimos llegar, pero él no tiene tanta suerte, un balazo le atraviesa el corazón en el último momento.
Estoy completamente exhausto, he vuelto a introducirme en la zona húmeda hasta alcanzar una pequeña zona seca de un par de metros de diámetro con un enorme árbol en el centro.
Sentados y apoyando nuestras espaldas contra el tronco, intentamos descansar unos minutos para volver a reemprender el camino. Hiro, lentamente se escora hasta que su cuerpo queda inerte apoyado contra mi hombro… ha muerto. Un reguero de sangre todavía corre desde su hombro, bajando por la pendiente de nuestro improvisado islote y adentrándose en el agua. A mi alrededor, decenas de lomos comienzan a emerger del agua, atraídos por la sangre de mi amigo y lentamente, se dirigen hacia mí.
**
Esto ha sido un relato ficticio de unos hechos reales que acontecieron en la isla de Ramree, junto a Birmania, en febrero de 1945. La isla de Ramree, defendida por los japoneses, tenía un puerto y un aeropuerto que eran un punto estratégico para la reconquista británica de la bahía de Hunter.
Los británicos no escatimaron en medios en la toma de esta isla; el acorazado Queen Elizabeth junto con los escuadrones de la RAAF del portaaviones Ameer, bombardearon sin compasión las costas de la isla antes del multitudinario desembarco de las tropas británicas e indias. Alrededor de mil japoneses se vieron obligados a internarse en los manglares del interior sin posibilidad de huída, pues al salir se veían cazados por los soldados ingleses que flanquearon todo el pantano. Tan solo unos veinte soldados japoneses sobrevivieron aquella noche. No hay datos reales sobre lo que ocurrió allí, porque nadie entró jamás a hacer un recuento de víctimas, pero se supone que la inmensa mayoría de los soldados imperiales murieron bajo las fauces de estas terribles y gigantescas bestias. Otros muchos corrieron mejor suerte, muriendo por su propio fuego cruzado y otros, los menos, al intentar salir de allí fueron tiroteados por los británicos.
Todo lo que se sabe de aquella lejana noche de 1945, es lo que
contaron los soldados británicos que escucharon estupefactos lo que
ocurría en el interior del manglar. A día de hoy, no hay ningún
testimonio directo de ninguno de los supuestos supervivientes japoneses.
El naturalista y miembro de las tropas británicas en ese momento, Bruce Wright, lo describió así:
“Esa noche (la del 19 de Febrero de 1945) fue la más horrible que cualquiera de la dotación de la ML [lanchón de desembarco de la infantería de marina] haya visto nunca. Entre el esporádico sonido de los disparos podían oírse los gritos de los hombres heridos, aplastados en las fauces de los enormes reptiles, y el vago, inquietante y alarmante sonido de de los cocodrilos girando creaba una cacofonía infernal que rara vez se ha igualado en la Tierra. Al amanecer llegaron los buitres para limpiar lo que los cocodrilos habían dejado… entraron en los pantanos de Ramree, sólo unos 20 fueron encontrados con vida.”
Se dice que más de 1000 litros de sangre humana se derramaron aquella noche en los pantanosos manglares de la isla de Ramree y los hechos que allí sucedieron, están inscritos hoy en día en los anales de la historia como la mayor matanza de seres humanos provocada por animales.
En los meses que llevamos en esta isla nunca nos habíamos adentrado tanto en los manglares y los movimientos de una zona a otra siempre los habíamos hecho por las zonas secas de los laterales o por la costa. Todos éramos conscientes de los peligros de estos pantanos. Este bosque es el hogar de todo tipo de alimañas venenosas como serpientes, escorpiones y arañas de todo tipo y el peor de todos ellos, unas bestias que podían llegar a medir diez metros de largo y partirte en dos de una sola dentellada, los cocodrilos marinos.
Paralelamente a nuestro grupo, avanzan el resto. Algunos de ellos tienen pequeñas linternas con las que guiarse e intentamos no perder sus débiles destellos de vista como punto de orientación. De repente, a escasos metros de nosotros se escuchan unos terribles gritos y comienzan a sonar disparos. Entre la espesura de plantas y raíces altas podemos ver el resplandor rojizo de los fogonazos. Todos en el grupo nos quedamos paralizados y en silencio, preparando nuestros fusiles para el inminente ataque. ¿Cómo han podido rodearnos los ingleses tan rápido?… Los disparos cesan tras un par de minutos y en su lugar comienzan a llegarnos unos sonidos extraños desde el mismo lugar, unos sonidos como de enormes chapoteos en el agua mezclados con aterradores rugidos y cacofonías. De pronto, la misma escena se repite en otro grupo a unos treinta metros detrás de nosotros. Gritos histéricos rasgan el húmedo ambiente y el eco de los disparos a discreción rebotan por todo el bosque. Uno de mis compañeros se desploma de golpe sobre mí, el desconcierto es total y cuando me ayudan a levantarlo comprobamos que ha recibido un balazo en la frente.
De repente comprendemos que los ingleses no tienen nada que ver en lo que está sucediendo en el interior del manglar y que la lucha encarnizada que se está librando allí dentro es mucho más terrible. La zona que cruzamos ahora es más profunda y el agua nos llega hasta el pecho, a nuestra derecha, unas enormes sombras se deslizan hacia el agua desde lo alto de unos matorrales y antes de que nos dé tiempo a reaccionar, los dos últimos integrantes del grupo son literalmente engullidos hacia el fondo fangoso. El pánico se apodera del resto y también nosotros comenzamos a descargar nuestra munición hacia las sombras que se mueve bajo el agua, a nuestro alrededor. A unos veinte metros a nuestra derecha vemos una zona de pantano más clara y alta que parece tierra seca, si conseguimos llegar hasta allí quizás podamos salir de esta.
Hiro ha quedado tan estupefacto que ni tan siquiera grita o se queja por el dolor, observo durante unos segundos su mirada perdida en las oscuras aguas mientras que un chorro de sangre brota desde el boquete que ha quedado a la altura su hombro. De repente, la granada que se ha tragado el cocodrilo junto con el brazo de Hiro hace explosión y tras el fogonazo y el estruendo apagado bajo las aguas, una lluvia de barro, sangre y vísceras de cocodrilo cae sobre todos nosotros. Agarrando a Hiro del único brazo que le queda y prácticamente a empellones conseguimos llegar hasta la zona seca. Tan solo quedamos cinco y si no conseguimos salir de allí, pronto seremos cuatro porque mi amigo se está desangrando a una velocidad aterradora.
Al fondo, entre lo poco que se filtra por la espesura de la vegetación, nos parece ver algo de claridad. Allí termina el manglar se sale a terreno abierto, a poca distancia de la playa oeste. Ahora que caminamos sobre terreno seco avanzamos más rápido y sin el temor de las bestias que nos acechan a nuestro paso desde las zonas húmedas de los laterales.
Por fin conseguimos fuera del bosque, ahora solo debemos de caminar bordeándolo hacia el sur hasta llegar hasta la zona donde están nuestros compañeros de la resistencia. Apenas hemos caminado un par de centenares de metros cuando desde la playa comienzan a dispararnos. Los silbidos de las balas pasan a escasos centímetros de nosotros y antes de que nos dé tiempo a reaccionar, dos de nosotros reciben los impactos.
Volvemos de nuevo a introducirnos en la oscuridad del pantano, mientras arrastro literalmente a mi amigo, el tercer compañero dispara hacia la playa intentando cubrir nuestra retirada. Hiro y yo conseguimos llegar, pero él no tiene tanta suerte, un balazo le atraviesa el corazón en el último momento.
Estoy completamente exhausto, he vuelto a introducirme en la zona húmeda hasta alcanzar una pequeña zona seca de un par de metros de diámetro con un enorme árbol en el centro.
Sentados y apoyando nuestras espaldas contra el tronco, intentamos descansar unos minutos para volver a reemprender el camino. Hiro, lentamente se escora hasta que su cuerpo queda inerte apoyado contra mi hombro… ha muerto. Un reguero de sangre todavía corre desde su hombro, bajando por la pendiente de nuestro improvisado islote y adentrándose en el agua. A mi alrededor, decenas de lomos comienzan a emerger del agua, atraídos por la sangre de mi amigo y lentamente, se dirigen hacia mí.
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Esto ha sido un relato ficticio de unos hechos reales que acontecieron en la isla de Ramree, junto a Birmania, en febrero de 1945. La isla de Ramree, defendida por los japoneses, tenía un puerto y un aeropuerto que eran un punto estratégico para la reconquista británica de la bahía de Hunter.
Los británicos no escatimaron en medios en la toma de esta isla; el acorazado Queen Elizabeth junto con los escuadrones de la RAAF del portaaviones Ameer, bombardearon sin compasión las costas de la isla antes del multitudinario desembarco de las tropas británicas e indias. Alrededor de mil japoneses se vieron obligados a internarse en los manglares del interior sin posibilidad de huída, pues al salir se veían cazados por los soldados ingleses que flanquearon todo el pantano. Tan solo unos veinte soldados japoneses sobrevivieron aquella noche. No hay datos reales sobre lo que ocurrió allí, porque nadie entró jamás a hacer un recuento de víctimas, pero se supone que la inmensa mayoría de los soldados imperiales murieron bajo las fauces de estas terribles y gigantescas bestias. Otros muchos corrieron mejor suerte, muriendo por su propio fuego cruzado y otros, los menos, al intentar salir de allí fueron tiroteados por los británicos.
El naturalista y miembro de las tropas británicas en ese momento, Bruce Wright, lo describió así:
“Esa noche (la del 19 de Febrero de 1945) fue la más horrible que cualquiera de la dotación de la ML [lanchón de desembarco de la infantería de marina] haya visto nunca. Entre el esporádico sonido de los disparos podían oírse los gritos de los hombres heridos, aplastados en las fauces de los enormes reptiles, y el vago, inquietante y alarmante sonido de de los cocodrilos girando creaba una cacofonía infernal que rara vez se ha igualado en la Tierra. Al amanecer llegaron los buitres para limpiar lo que los cocodrilos habían dejado… entraron en los pantanos de Ramree, sólo unos 20 fueron encontrados con vida.”
Se dice que más de 1000 litros de sangre humana se derramaron aquella noche en los pantanosos manglares de la isla de Ramree y los hechos que allí sucedieron, están inscritos hoy en día en los anales de la historia como la mayor matanza de seres humanos provocada por animales.
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